estaba sobre el palafrén;
envuelta en sedas preciosas
nada la hacía bajar del caballo.
El hombre se inmovilizaba
frente a semejante belleza,
pero no podía dejar de ver
las tetas frente a sus ojos.
La mujer seguía inmersa
en su cielo sin igual,
mirando con sus zafiros
los lamentos del perro a sus pies.
La mujer siguió su camino somera,
dejando una estela furiosa;
el hombre no pudo atinar a nada,
solo a agacharse y llorar.
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