1
El tren pasaba siempre a las 17:30 por la casa de Juliana. Ella no lo sabía por sí misma, sino por los rezongos de su madre, quien no paraba de quejarse de ésto -y de mil cosas mas, por cierto, pero el tema del tren era cotidiano... 'Ay, Juli' -le decía su madre, transcribo textual- 'siempre, pero siempre, a las cinco y media de la tarde exactas, pasa el puto tren haciendo ese ruido espantoso', refiriéndose al chirrido de las ruedas que pasan sobre las descuidadas vías de hierro.
Juliana, obviamente, no le daba pelota. No solo al reclamo por el traqueteo del tren: en nada. Se ponía los auriculares y, desde las 17:10 hasta las 18:30 o 19 vagaba por la Ciudad. Tomaba un colectivo y se dirigía a Recoleta o Palermo y, en medio de las plazas, se ponía a escribir con su cuaderno y su lapicera azul Faber Castell. Una vez por semana, salía a dibujar, por lo cual cambiaba de cuaderno y de instrumento (sale la lapicera, entra el lápiz Staedtler). Al menos una vez por quincena, decidía despejarse y salir del ruido de las zonas céntricas y, vía 109, llegaba hasta el barrio de Versalles. Caminaba bajo la sombra de los tupidos y enmarañados arboles de la zona, por entre las baldosas -casi todas flojas-, esquivando personas de caminar levemente mas cansino que en su barrio. Eso si, siempre con auriculares puestos, escuchando desde Luis Miguel hasta deathcore, de Damas Gratis a tango electrónico a sin escalas
Su vida no salía de este nivel de actividades que acabo de relatar. Cumplía con su vida de colegio secundario: era escolta de la bandera nacional, los profesores la querían, sus compañeras la respetaban, sus compañeros se masturbaban con su figura durante las noches. Diríamos, la normalidad. Luego, su tiempo de ocio lo repartía entre la computadora y el arte, ya que 'salir con amigos' era, para su realidad, algo tan lejano como es, para este humilde escritor, entender la teoría de cuerdas.
2
Hay vidas que pasan como las brisas, estériles, insípidas y sin sobresaltos. Vidas de uniforme riguroso, o de atuendo colorido, pero que están atadas a las bases de su ego o de fantasías y/o fantasmas ajenos, incapaces de salir al mundo y conquistarlo, dejándole un remanente, una sobra, un pedazo de vida a los que quedan en esta parte de la existencia. Lo casual llama, y no atienden. Y así, son una brisa, que puede ir por mil lugares pero no hace nada. Solo leves cosquilleos corporales.
Hay otras vidas que son una tempestad arrolladora, y su paso modifica las cosas para siempre...
Y vidas que son un viento de intensidad variable. La casualidad toca la puerta de los quehaceres, y, por educación o curiosidad, abren. Se dejan empapar por la lluvia del alma y van por ahí, empapados, mostrándole a las personas una manera mas fresca de vivir los días calurosos: empapados. Llegan a casa, se cambian la ropa, se duchan. La sensación de haber pasado al menos un día empapados por la vida los marca de diferente manera, y así, lentamente, abren los ojos del corazón. Algunos piden no empaparse más si se presenta la ocasión, algunos lo hacen cada tanto, otros deciden entregarse y vivir empapados.
(Tanto repetir el término empapados me agotó un poco, pero es necesario repetirlo así nos queda fija la idea).
3
Un día, la ¿casualidad? llamó a Juliana. Lo hizo de la siguiente manera:
Era el día en el cual tomaba el colectivo hasta Versalles. Subía al 109 en alguna parada del extenso barrio de Caballito, pedía 1.25 con tarjeta SUBE y se bajaba frente al club Newbery de Villa Luro. A partir de ahí, con Radiohead estallando sus tímpanos, revoloteó por la zona.
Caminó sin rumbo fijo, solo por las ganas de caminar. Llegó a una plaza extensa y algo descuidada luego de cruzar una estación de policía. Tomó asiento en uno de los bancos, un pequeño respiro, estaba agotada.
Entonces, un ruido azotó sus orejas. Revisó su celular. 'Batería agotada'.
El rostro de Juliana se transformó; si le hubieran acercado un espejo, no se hubiera reconocido. Jamás le había sucedido aquello hasta entonces. Tomó sus cabellos negros, lacios, y se los arremolinó con violencia. Pensó cómo salir de aquel problema. Necesitaba alienarse para caminar, pero ahora el cable a su tierra no funcionaba.
Decidió seguir, sin más. Que sea lo que sea, se dijo. Eran las 18:30 y como su madre estaba en lo de su tía, pensaba volver cuando la luna imperase única y poderosa en el firmamento negro.
Pisó las baldosas flojas, sintiendo el trac-trac al poner sus pies en ellas. Las Reebok siguieron llevándola por la zona, debajo de los árboles de Nogoyá, en la vereda de las casas de Cortina. Oyó por primera vez el viento en un lugar que no fuera su terraza: la esquina de Baigorria e Irigoyen. Un viento ameno que cantaba una plegaria al cielo pidiendo lluvia. Y lluvia trajo el cielo; no sabremos jamás si fue por la plegaria del viento o no, pero las gotas cayeron, Juliana corrío bajo un techo y quedó mirando la lluvia caer sobre Irigoyen.
Mientras un mar empezó a sobreponerse al asfalto, Juliana sonrió. Era lógico... Ninguna música le dio una sensación tan bella como la brindada por un escape de la lluvia que duró media cuadra; ninguna banda la empapó de pies a cabeza como lo hizo esa lluvia; no encontró tapa de revista o cubierta de CD con una imagen tan bella como el agua y el asfalto juntos, cerca de las casas duplex; ningún sonido le resultó, a partir de entonces, tan bello como el repiqueteo de las gotas impactando contra el suelo de la ciudad.
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